Contar relatos, ya sean propios o ajenos, es un arte que tiene la capacidad de conectar almas y deslumbrar corazones. Las historias transmitidas de padres a hijos tienen un peso emocional que supera la realidad misma. Estas narrativas no solo son entretenidas, sino que también son portadoras de lecciones de vida, tradiciones familiares y recuerdos atesorados. Al compartir estos relatos, cultivamos un sentido de pertenencia y forjamos lazos más profundos con nuestros seres queridos. Cada relato cuenta una experiencia, un desafío superado, una sonrisa compartida.
A mi primo Pepe, arquitecto de profesión, le dio por investigar pequeñas construcciones ubicadas en el Pirineo, sobre todo aragonés, llamados ESCONJURADEROS. Al principio, lo hacía por diversión, aprovechando que Andrés y yo – tres amigos inseparables- nos divertía hacer excursiones por las excelsas montañas. Sin embargo, llegó a implicarse tanto con los pequeños templetes, que se convirtió en un erudito internacional.
A menudo nos daba datos y ligeras explicaciones de los mismos. Andrés y yo, creíamos que lo hacía simplemente para matar el tiempo, mientras degustábamos de unos enromes bocadillos de jamón y queso, regados con buen vino guardado en una añeja bota de cuero, que nada más verla, invitaba a atizarse un buen chorro.
Lo cierto es, que esos pequeños templetes de no más de 6 m. de lado, abiertos a los cuatro puntos cardinales por arcos de medio punto, tenían un poder oculto. Hechizaban y encantaban a los que se cobijaban en el.
Y tenía su explicación: habían sido construidos para conjurar las tormentas u otros desastres naturales. Las lluvias intensas, los rayos y truenos tuvieron amedrentados a nuestros antepasados, principalmente a aquellos cuyas vidas dependían de la climatología. Perder los cultivos, ganado, la casa…en unos minutos tuvo que ser, y es, un hecho aciago.
Recuerdo que, cada vez que nos habíamos cobijado en alguno de ellos, volvíamos a casa con la personalidad trastornada. Mi primo Pepe hacía unos conjuros en un dialecto ininteligible sin saber lo que decía; Andrés cantaba en un inglés perfecto canciones de Frank Sinatra, cuando jamás sabía decir un ‘ok’ en condiciones, y además, traducía correctamente lo que decía. Y con respecto a mi, me daba por escribir en cualquier sitio: servilletas, trozos de papel, puertas, paredes, coches, etc…¡y hasta en la ducha!
Tratábamos de buscar explicaciones hasta en lo más estrafalario: al principio le echamos la culpa al vino, luego al cuero de la bota por si tenía algún hongo alucinógeno…¡Pues no! Cambiamos de vino y de recipiente. Y nos ocurría lo mismo. Volvíamos trastornados.
Nos hablaron de un erudito en ciencias ocultas y demás nigromancias; decían que era un experto en encantamientos y hechizos. Cuando lo conocimos, nos dio buena impresión; quizás más por su edad y atuendo que por su don. Lo invitamos a visitar el esconjuradero y acepto. Se pertrechó de sus artilugios mágicos y nos encaminamos al templete ubicado en lo alto de una colina. Cuando terminó la sesión, quedamos pasmados; el nigromante se desató su canosa coleta y se puso a bailar y cantar coplas. ¡Decía que era Mari Fe de Triana!
Llegamos a la conclusión –nada científica, por supuesto- que las paredes estaban impregnadas con moléculas de las creencias y tradiciones paganas y católicas del albor de los tiempos, que afectaban a la psique y el soma.
©Antoniocapelriera
El joven Abenarabi está en uno de los ostentosos salones del Palacio del Castillejo del Rey Lobo; le acompaña el poeta Ar-Rusafi, está de paso, se dirige a Granada desde Valencia; ambos se encuentran recostados entre almohadones bellamente decorados, sumidos en una apacible nostalgia. El otoño ha llegado. Empiezan las primeras hojas a caer en los jardines del palacio; una suave brisa perfumada arranca un melodioso sonido de la hojarasca.
¡Adiós, verano!
Dicen que para los poetas el otoño tiene una inspiración sublime, llena de lírica; pero la mente de Ar-Rusafi está en otro lugar. No es consciente de aprovechar los estímulos de los hermosísimos jardines del Rey Lobo. Le han llegado noticias de que los almohades están cerca de los confines del reino. Se estremece nada más pensarlo, y únicamente le consuela que tiene discípulos que van a continuar con su creación poética. Uno de ellos es el joven Abenarabi, que con tan solo nueve años destaca por su sabiduría en los dominios del Rey Lobo.
Ar-Rusafi, desde los amplios ventanales del salón, observa la Fortaleza de Monteagudo, y mirando a la derecha y hacia abajo, se maravilla de la cristalina laguna donde se mecen unas barcas coloridas al compás de la suave brisa; incluso llega a distinguir a Ibn Mardanis –el Rey Lobo–, que desde uno de los torreones observa el preparativo para un gran recibimiento… Aguardaba a nobles genoveses con los que hacía pingües beneficios con la cerámica de Murcia.
¡Qué pena!, Ar-Rusafi sabe que dentro de unas semanas o meses el Rey Lobo ya no podrá disfrutar de esplendidos boatos; las fastuosidades y lucimientos ante las cortes invitadas, tienen los días contados. Y mirando de reojo al adolescente Abenarabi aun siente más tristeza, porque sospecha que Murcia dejará de ser el centro cultural de todo el Al–Andalus… Y el joven Abenarabi, a pesar de su tierna edad, –ya es un destacado sufí –, tendrá que abandonar su Murcia natal.
Ibn Mardanis mira y ordena desde su torreón la colocación de las barcas como si no le preocupara la proximidad de los almohades.
¡Genio y figura!
Su hijo, el primogénito, que siempre estaba a su vera, jamás vio a su padre afligido; sin embargo, hoy parecía estarlo. El rey se dirigió a él mientras vigilaba los trasiegos que hacían los hombres.
–Si muero y entran los almohades, te rindes.
–¿Pero por qué? –pregunta el hijo que jamás vio desfallecer al Rey Lobo.
–Porque este palacio y sus jardines no deben ser destruidos por el invasor. Han sido muchos años lo que ha costado crear este paraíso y sus alrededores.
El Rey Lobo tenía razón.
Murcia tenía profusas acequias y caudalosos canales que colmaban sus fértiles tierras, que al contemplar desde cualquier mirador de los palacios del Rey Lobo, provocaban una emoción y éxtasis sin igual. Desde el gran ventanal el poeta Ar-Rusafi y su discípulo Abenarabi, ensalzaban cómo se entrelazaban los limoneros y naranjales; los frutos de la vid trepaban por doquier dejando ver apetitosos racimos colmados de fragantes granos, destacando la uva negra, de la que posteriormente elaborarían riquísimos dulces; las moreras, cuyas luminosas hojas al ondear contrastaban con las higueras, álamos y pinos. Sin duda, los dominios de El Rey Lobo eran un edén alfombrado de fina hierba, cáñamo, arroz, trigo, pimientos y toda clase de hortalizas y legumbres. Por doquier se entremezclaban los ramajes que trepaban por las torres almenaras, alquerías y bancales frondosos.
A los oídos de Ar-Rusafi y del joven Abenarabi llegaban las armonías de las sonoras norias repartiendo el agua, y también el animado canto de las aves, y todo ello perfumado con el suave aroma de los jazmines, azahar y rosas…
¡Murcia era el paraíso de todo el Al-Andalus!
–Padre… ¿está seguro de que debo rendirme?
–Sí… quédate con el Palacio del Castillejo y negocia la capitulación de la Fortaleza de Monteagudo y el Palacio de Larache.
–¡Padre, usted jamás va a ser derrotado…! ¡Mi situación sería terrible si usted muere!… Todos los palacios y jardines que usted ha construido los destruirán… ¡No diga esas cosas!
–Hijo, siempre me has guardado obediencia. Continúa a así –dijo mirando hacia la Fortaleza de Monteagudo.
El Rey Lobo manifestó a su hijo que los almohades destruyen todo lo que encuentran a su paso, y la única manera de que sobreviva todo el esplendor conseguido, es con una rendición pactada.
En la distancia, el poeta Ar-Rusafi adivinaba por los gestos la conversación que tenía el Rey Lobo y su hijo. Intuía que la grandiosidad edénica de los territorios de Ibn Mardanis tocaba su fin. Miraba de soslayo al adolescente Abenarabi con tristeza, especulando que la etapa de esplendor cultural, político y económico de la sin igual Murcia, tenía los días contados.
-¡Os lo juro por mis muertos y por la Virgen de la Macarena! –decía el soldado andaluz espantado-. ¡Lo vi con mis propios ojos!
Todos rieron, nadie le creía.
El soldado español tenía fama de borrachín, nadie le tomaba en serio. Siempre llevaba la bota de vino colgada al cuello.
-¿Y dices que se juntaron los cerros de piedra? –preguntó un soldado castellano, entre risas.
-¡Os lo juro por la Virgen de Triana! –insistía el borrachín andaluz. Le faltaban vírgenes y manos para jurar y perjurar.
Lo cierto es que, en esos momentos el soldado estaba sobrio. No presentaba signos etílicos. De manera que despertó la duda en el capitán Don Diego de Centeno, que lo observaba desde su caballo.
Lo mandó llamar. Sintió curiosidad, pero no por la historia que estaba contando, sino porque los de su destacamento aún no habían venido. El único que estaba presente era aquel tenaz aficionado al tinto.
-¿Y cuántos ibais en la expedición? –preguntó el capitán.
-Diez, vuestra merced –respondió, mostrando los diez dedos de las manos.
-Y a vos, ¿Por qué no os aplastaron las enormes rocas? –preguntó el capitán con intención de descubrir si decía la verdad o era producto de alguna alucinación por el alcohol.
-Porque yo iba a media legua detrás, antes de entrar en la quebrada –dijo el asustado borrachín -. Me salvé porque era el último.
-¿Y qué pasó? –preguntó más interesado Don Diego de Centeno.
-Me detuve para hacer mis necesidades y para echar un buchito de tinto -dijo señalando la bota de vino-. Y de pronto oí un gran estruendo. Un ruido ensordecedor, y las gigantescas rocas de la quebrada empezaron a juntarse, como si de una prensa se tratara.
-¿Se estrecharon las montañas? –preguntó el capitán, incrédulo.
-¡Sí, capitán! –dijo persignándose -. ¡Los estrujó a todos! No se salvó nadie, ni los caballos.
No mentía el soldado. El camino de la quebrada despareció al juntarse los dos enormes montículos de piedra. Luego, con gran estruendo y la vez, se escuchó una despiadada carcajada, volviendo las montañas a separase dejando libre el camino de la quebrada. No quedó rastro de ningún soldado, tampoco de ningún caballo. El único indicio de que sucedió algo sobrenatural, fue el hallazgo de algunas armaduras y cascos aplastados, tan finos como una lámina.
El capitán llamó a Diego Huallpa, el indio que descubrió el Cerro Rico de Potosí, y le preguntó si había oído algo acerca del misterioso incidente.
-Sé que se han metido en la quebrada que lleva a la Cueva del Diablo1 y la tierra se los ha tragado –dijo con estremecimiento.
-¿Y la carcajada? -preguntó con máximo interés el conquistador español.
-Es de Supay, el Tío.
-¿Supay? ¿Quién es el Tío?
Antes de contestar, Diego Huallpa, sacó unas hojas de coca y las lanzó al aire.
-¡…El Señor de la Oscuridad! –dijo con un susurro.
Don Diego quedó perplejo ante la respuesta del indio. Algo de verdad debía de haber, porque Huallpa hablaba con una mezcla de respeto y temor. Y cuando lanzó las hojas de coca al aire, lo hizo como parte de un rito, para no enfadar a Supay.
A Supay le temen tanto, como lo veneran; es protector, como destructor. Se presenta de distintas formas: unas veces como un híbrido de macho cabrío y hombre, con cuernos de chivo, rostro satírico, larga perilla y bigotes. El cuerpo es velludo y piernas de chivo con largas pezuñas, y con capa negra. Otros afirman que es casi un enano, y que sus ojos brillan en la oscuridad como los de un gato. También dicen que toma el aspecto de un hombre corriente, para mezclarse con la gente.
El capitán Centeno, escuchaba con interés a Diego Huallpa. También dijo que podía adoptar indistintamente la forma de un sapo, víbora o perro negro.
-¿Y cuándo aparece? –insistió. Quería saberlo todo acerca de sus costumbres.
-Cuando se enoja –afirmó-. Ahorita está enojado. Los españoles no debían haber ido a su casa.
-¿A su casa? –preguntó sorprendido el capitán-. ¿Vive en el paso de la quebrada?
-No. Vive en una cueva, en la ladera de la quebrada –respondió el indio Huallpa.
Don Diego, se sumió en una profunda meditación. ¿Y si fuese verdad? La información que le había dado el nativo era más que suficiente. “Ahora faltan las comprobaciones”, murmuró el español.
Don Diego mandó llamar al soldado andaluz. Empezó a creer que había algo de cierto porque el destacamento de los diez hombres no había regresado. El único testigo era el borrachín andaluz.
-¡A la orden, capitán! –dijo el soldado andaluz con el gracejo típico de los andaluces.
-Entonces, ¿no bebiste vino durante el recorrido? –quiso asegurarse el capitán.
-No, ni una gota. Tengo diarrea –se quejó el soldado-. Cago más líquido que agua tiene el Guadalquivir.
Sonó una carcajada general. Todos rieron la gracia del andaluz.
Don Diego ni siquiera sonrió.
-¿Viste algún animal? –prosiguió con el interrogatorio.
-Vi una enorme serpiente, pero creí que fue por el vino –dijo el soldado.
-¿No acabas de decir que no has probado ni una sola gota? –preguntó contrariado Don Diego.
-Así es –respondió temeroso el borrachín.
-¿Y…?
-Es que me estaba cagando y creo que he visto visiones…estoy muy débil –dijo con cara de lástima.
Otra carcajada retumbó en el aire. Los soldados se lo estaban pasando burlescamente con las ocurrencias del andaluz.
-¡Silencio! –ordenó el capitán-. ¡Iros a vuestras ocupaciones!
Centeno empezó a creer en el andaluz y en las informaciones suministradas por el indio Huallpa. “Voy a tener que comunicárselo al cura Acosta” murmuró.
Don Diego quedó convencido del extraño suceso. Contrapuso las opiniones de dos personas de diferente raza, cultura y continente. Llegando a la insólita conclusión de que ¡coincidían! El capitán tenía gran devoción por San Bartolomé. “Voy a pedirle al Padre Acosta una peregrinación a la quebrada” afirmó con decisión.
El capitán Don Diego de Centeno, se trazó un plan: conocer aquella mentada Cueva del Diablo1 que tantos rumores estaba despertando en la Villa Imperial de Carlos V. Se reunió con el Padre Acosta, era imprescindible su opinión:
-Cuando llegó Cristo al viejo continente, echamos al demonio y se refugió aquí, en las Indias –dijo el sacerdote-. Está reinando como dueño absoluto de Potosí, ¡por eso, hemos venido a desterrarlo!
-Estoy con vuestra merced, Santo Padre –dijo el capitán-. Cuando disponga emprenderemos la marcha.
Tras dos semanas de preparación para la partida, el destacamento esculpió una imagen del apóstol San Bartolomé y talló una cruz de madera. Un domingo de madrugada partieron rumbo a la Cueva del Diablo, guiados por el indio Huallpa. El plan fue dejar la imagen en una cueva más pequeña, cerca de la Cueva del Diablo. No se atrevieron a colocarla en la mismísima Cueva del Maligno; el indio Huallpa les metió miedo en el cuerpo a los expedicionarios. Además, días antes, los españoles pudieron comprobar que lo que contaba era cierto, pues un atardecer, un destacamento que se aproximó a la Cueva, experimentó que de improviso sus cabalgaduras se alborotaron y no pararon hasta tirar al suelo a los jinetes.
El Padre Acosta, al ser informado del percance de la expedición, ordenó que la imagen de San Bartolomé se colocara mirando a la cueva del demonio. Nada más colocar la imagen de frente, salió éste, bramando y haciendo un espantoso ruido, estrellándose contra la roca.
-¡Santo Cielo! –exclamó el sacerdote.
Algunos se santiguaban mirando atónitos el impacto del Maligno. Varios se tapaban los oídos del feroz rugido, otros, se tapaban la nariz ante un nauseabundo olor a azufre. De pronto, se produjo un sepulcral silencio y la roca fue adquiriendo un color verdinegro.
El sacerdote fue quien reaccionó primero, y pidió ayuda para coger el cuerpo maltrecho del inicuo que yacía boca abajo.
-¡En nombre de Dios, metamos a esta criatura en la cueva! ¡Don Diego! ¡Ayudadme! ¡De prisa! ¡Que alguien sostenga la Señal! –clamaba el cura.
Entre varios hombres cogieron de las patas al demoníaco ser y lo arrastraron hasta su cueva.
-¡De prisa! ¡Los que estáis enfrente, traed la Cruz y asegurad bien al Santo! –ordenó el capitán Centeno.Y así lo hicieron.
El cielo cambió de color, el viento dejo de soplar. Todo estaba en calma. La expedición contemplaba con asombro lo que estaba ocurriendo. Encerraron al siniestro, y colocaron la Cruz para evitar que huyera.
Desde entonces, el Maligno, quedo recluido en la cueva. Nunca más sucedieron hechos extraños al atravesar la quebrada. Desparecieron los vientos huracanados, que muchas veces lanzaban contra las rocas a los transeúntes.
Cada año peregrinan curiosos y fieles de San Bartolomé hasta el lugar donde un día, el Diablo quedó encerrado en su propia cueva.
1Cueva del Diablo, se encuentra enclavada en la quebrada de San Bartolomé, a 7 kms. de Potosí (Bolivia).
Ofrecemos una amplia colección de libros raros, relatos cautivadores y recursos para investigadores y amantes de la historia. Nuestro compromiso es preservar la memoria cultural y literaria de nuestra comunidad.<br/>Cada libro que encontramos, cada historia que contamos, es un testimonio de nuestra rica herencia y un puente hacia el futuro.
Libros raros en catálogo
Explora nuestra vasta colección de libros raros y únicos, ideales para coleccionistas y entusiastas de la literatura.
Ofrecemos ayuda personalizada para investigadores que buscan desentrañar historias y datos históricos.
Participa en nuestros talleres de narración y eventos literarios para aprender e inspirarte.
Teléfono: +34 607 983331
Correo electrónico: capelriera@gmail.com
Dirección: Calle Jorge Guillén 11, Murcia, 30007, Murcia, Spain
©Derechos de autor. Todos los derechos reservados.
Necesitamos su consentimiento para cargar las traducciones
Utilizamos un servicio de terceros para traducir el contenido del sitio web que puede recopilar datos sobre su actividad. Por favor revise los detalles en la política de privacidad y acepte el servicio para ver las traducciones.